Algo que he visto en un par de ocasiones y que no deja de sorprenderme, es constatar que algunos productores de cerdos, mantienen una pequeña cabaña porcina a parte, para consumo propio. En efecto, son cada vez más los productores que desconfían de sus propios métodos de producción, y deciden no dar a consumir a sus hijos la carne que nos venden. De hecho muchos productores carecen del control que desearíamos sobre sus explotaciones. Actúan como meros arrendatarios, que reciben lechones, sacos de pienso y tratamientos de una multinacional, y les devuleven cerdos a punto de matanza.
Pero ayer ya hablábamos de los productores de cerdo, y el consumidor no puede quedarse al margen del problema. En última instancia es el consumidor el que da poder a las granjas fábrica, y lo resta a los pequeños productores. Los consumidores que compran sus productos sin querer enterarse de cómo llega el jamón o el tocino a su mesa también tienen responsabilidad. Las grandes corporaciones no tendrían el poder del que gozan hoy en día si los consumidores se informaran de cómo es producida la comida que entra en sus casas y tuvieran algunos escrúpulos morales al consumirla. La calidad cada vez entra menos en el departamento de producción, y se queda en el de márqueting, pero al consumidor no parece importarle.
La legislación también debería ser más dura con aquello que nos llevaremos a la boca, y contemplar los costes ocultos de producción. En los cambios de métodos de producción (de granjas familiares a granjas fábrica), los consumidores deberíamos exigir al menos los mismos niveles de bioseguridad, y también de coste. Hoy se alzan los niveles de seguridad alimentaria haciendo imposible para muchos pequeños productores continuar produciendo, no obstante poco hay acerca de los problemas de bioseguridad que causan los nuevos sistemas industriales de producción cárnica. Parece que se da por hecho que es un inconveniente de la modernidad, y nadie cuestiona el porqué de estas zoonosis, o se ocupa de quien debe pagarlo: la legislación no lo contempla, o se queda en las diatribas legales de la limitación de responsabilidad empresarial. Los productores cárnicos han bajado mucho los costes de producción, pero su beneficio lo pagamos todos con nuestros impuestos: al prevenirnos y curarnos de la Influenza porcina, al descontaminar los acuíferos de purines, al tener que compensar las toneladas de gases invernadero liberadas a la atmósfera, por la pérdida de razas autóctonas y de negocios familiares sostenibles, la excesiva fertilización, las resistencias a antibióticos, el acúmulo de residuos, el maltrato animal, etcétera. Por no hablar de los problemas de salud derivados del excesos de consumo de carne . Y todo, mientras los dedicados granjeros desaparecen para dejar lugar a empresarios e inversores. ¿Nos está saliendo la carne de cerdo, realmente, más barata?
Pero es que de hecho no es fácil culpar a alguien por hacer lo que se supone debe hacer, es difícil culpar a un empresario por querer hacer el máximo de dinero en el mínimo de tiempo dentro del marco legal; de hecho están impulsados a ello. Y si pueden, es porque la legislación lo permite, y el consumidor no sólo lo acoge, si no que lo celebra, cuanto más barato mejor; pero ¿a qué precio?
Y eso es lo peor, y lo mejor también: la última palabra la tiene el consumidor. Los consumidores podemos llamarles la atención, bien enviando cartas expresando las preocupaciones, bien dejando de comprar sus productos. En vez de comprar a las empresas que han facilitado el sustrato ideal para la aparición de nuevas enfermedades (y la AH1N1 es sólo una de varias enfermedades que han surgido de la producción industrial de animales), los consumidores bien pueden comprar carne de cerdo a productores locales que críen a sus cerdos en mejores condiciones que las de las fábricas de carne. Productores, por ejemplo, de carne ecológica, o de cerdos criados en condiciones de libertad. De eso trata el consumo responsable. A parte queda la cuestión de la cantidad de ingesta de carne del ciudadano medio, que también incide directamente en el riego de surgimiento y transmisión de enfermedades.
Muchos, por ejemplo, se dicen preocupados por el maltrato a los animales, o se erigen adoradores de sus mascotas, otros dicen preocuparse del medio ambiente, sin embargo, en sus acciones se manifiesta que no parece preocuparles el hecho de que la carne de cerdo que consumen llegue a sus mesas por procesos de producción moralmente cuestionables. Muchos consumidores prefieren poner de lado sus valores morales al comer y actúan movidos básicamente por el interés de su bolsillo, o en ocasiones sólo por el sabor de un jamón serrano... o incluso por el de un frankfurt.
Hoy en día hay una clara disociación entre los valores morales que decimos sostener y nuestras acciones a la hora de comprar; siendo el acto de comprar uno de los de mayor impacto acumulado que tendremos en nuestras vidas enmarcadas en un sistema capitalista. Con cada compra estamos sustentando una familia o una multinacional, desarrollando un modelo de producción, financiando una moral para hacer las cosas, soportando una filosofía, y, por eso, construyendo una ética. Son nuestras compras las que marcarán el rumbo del futuro cercano que legaremos a nuestros hijos.
Pero ayer ya hablábamos de los productores de cerdo, y el consumidor no puede quedarse al margen del problema. En última instancia es el consumidor el que da poder a las granjas fábrica, y lo resta a los pequeños productores. Los consumidores que compran sus productos sin querer enterarse de cómo llega el jamón o el tocino a su mesa también tienen responsabilidad. Las grandes corporaciones no tendrían el poder del que gozan hoy en día si los consumidores se informaran de cómo es producida la comida que entra en sus casas y tuvieran algunos escrúpulos morales al consumirla. La calidad cada vez entra menos en el departamento de producción, y se queda en el de márqueting, pero al consumidor no parece importarle.
La legislación también debería ser más dura con aquello que nos llevaremos a la boca, y contemplar los costes ocultos de producción. En los cambios de métodos de producción (de granjas familiares a granjas fábrica), los consumidores deberíamos exigir al menos los mismos niveles de bioseguridad, y también de coste. Hoy se alzan los niveles de seguridad alimentaria haciendo imposible para muchos pequeños productores continuar produciendo, no obstante poco hay acerca de los problemas de bioseguridad que causan los nuevos sistemas industriales de producción cárnica. Parece que se da por hecho que es un inconveniente de la modernidad, y nadie cuestiona el porqué de estas zoonosis, o se ocupa de quien debe pagarlo: la legislación no lo contempla, o se queda en las diatribas legales de la limitación de responsabilidad empresarial. Los productores cárnicos han bajado mucho los costes de producción, pero su beneficio lo pagamos todos con nuestros impuestos: al prevenirnos y curarnos de la Influenza porcina, al descontaminar los acuíferos de purines, al tener que compensar las toneladas de gases invernadero liberadas a la atmósfera, por la pérdida de razas autóctonas y de negocios familiares sostenibles, la excesiva fertilización, las resistencias a antibióticos, el acúmulo de residuos, el maltrato animal, etcétera. Por no hablar de los problemas de salud derivados del excesos de consumo de carne . Y todo, mientras los dedicados granjeros desaparecen para dejar lugar a empresarios e inversores. ¿Nos está saliendo la carne de cerdo, realmente, más barata?
Pero es que de hecho no es fácil culpar a alguien por hacer lo que se supone debe hacer, es difícil culpar a un empresario por querer hacer el máximo de dinero en el mínimo de tiempo dentro del marco legal; de hecho están impulsados a ello. Y si pueden, es porque la legislación lo permite, y el consumidor no sólo lo acoge, si no que lo celebra, cuanto más barato mejor; pero ¿a qué precio?
Y eso es lo peor, y lo mejor también: la última palabra la tiene el consumidor. Los consumidores podemos llamarles la atención, bien enviando cartas expresando las preocupaciones, bien dejando de comprar sus productos. En vez de comprar a las empresas que han facilitado el sustrato ideal para la aparición de nuevas enfermedades (y la AH1N1 es sólo una de varias enfermedades que han surgido de la producción industrial de animales), los consumidores bien pueden comprar carne de cerdo a productores locales que críen a sus cerdos en mejores condiciones que las de las fábricas de carne. Productores, por ejemplo, de carne ecológica, o de cerdos criados en condiciones de libertad. De eso trata el consumo responsable. A parte queda la cuestión de la cantidad de ingesta de carne del ciudadano medio, que también incide directamente en el riego de surgimiento y transmisión de enfermedades.
Muchos, por ejemplo, se dicen preocupados por el maltrato a los animales, o se erigen adoradores de sus mascotas, otros dicen preocuparse del medio ambiente, sin embargo, en sus acciones se manifiesta que no parece preocuparles el hecho de que la carne de cerdo que consumen llegue a sus mesas por procesos de producción moralmente cuestionables. Muchos consumidores prefieren poner de lado sus valores morales al comer y actúan movidos básicamente por el interés de su bolsillo, o en ocasiones sólo por el sabor de un jamón serrano... o incluso por el de un frankfurt.
Hoy en día hay una clara disociación entre los valores morales que decimos sostener y nuestras acciones a la hora de comprar; siendo el acto de comprar uno de los de mayor impacto acumulado que tendremos en nuestras vidas enmarcadas en un sistema capitalista. Con cada compra estamos sustentando una familia o una multinacional, desarrollando un modelo de producción, financiando una moral para hacer las cosas, soportando una filosofía, y, por eso, construyendo una ética. Son nuestras compras las que marcarán el rumbo del futuro cercano que legaremos a nuestros hijos.
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